Viejo almacén de Ramos Generales - En algún lugar de La Dormida

El nombre de La Dormida, recuerda a esa vieja posta a la vera del camino entre Mendoza y San Luis, que por ser él posadero y maestro de la posta un hombre de color, este lugar fue llamado por muchos viajantes como La Dormida del Negro. Todavía podemos ver algunos vestigios de este pasado lejano y también algunos, más presentes en nuestra memoria, como lo es un Almacén de Ramos Generales. Estos establecimientos jugaron un papel importante en la vida de muchos pueblos, pero como nada es inmune al paso del tiempo fueron desapareciendo, y con ellos se llevaron muchas historias, el vaso de vino con soda, la yapa y hasta costumbres. Hoy nos resulta triste reconocer que en la mayoría de los casos se trate de las buenas, las sanas, esas que tenían nuestros abuelos… Una de aquellas tantas es el legendario fiado, esa promesa de pago inquebrantable que dignificaba la palabra del hombre, que en aquel entonces era lo más valioso que se tenía, y que hoy en día casi ha desaparecido. 



En zonas rurales sobre todo, donde la mayoría era conocido (pues se sabía el nombre del vecino que se tenía a kilómetros de distancia), el fiado era una pieza fundamental en la economía de familias y almaceneros. Tener una Cuenta Corriente en el almacén, era todo un privilegio, señal de que se era buen pagador. No se precisaba garante alguno o adelantos, bastaba solo con apuntar prolijamente los gastos en una libreta, la que a fin de mes -cuando se cobraban las labores de la finca- era lo primero que se pagaba. Se vuelve inevitable viajar en el tiempo por un instante e imaginar como serían esas las tiendas de ramos generales abarrotadas de productos por aquellos años, con macizos mostradores de noble madera y hermosas molduras como adorno, sosteniendo firmemente a dos infaltables objetos del lugar como la balanza mecánica y la caja registradora, símbolos excluyentes del lugar. Las robustas estanterías colmadas de mercancías, no hacen más que generarnos nostalgia porque ya no están, ya no forman parte de nuestro presente. Hoy nos veríamos asombrados por la variedad de artículos conviviendo en un “armonioso desorden”: galletas y grisines en sus inolvidables cajas metálicas con ventanita de vidrio, yerba mate en bolsas de arpillera, huevos recién recogidos del gallinero, la canasta del pan recién horneado, la leche fresca en botellas de vidrio, latas con dulce de batata y membrillo, escobas y plumeros colgando entre embutidos y chacinados, barricas de vino, licores, damajuanas enfundadas en mimbre y coloridos sifones de soda, cajas con fósforos de madera, velas y mechas para faroles o para las estufas a kerosene, coloridos frascos con canicas para los más chicos, y hasta quizás una que otra bicicleta... 



Mención aparte merecen los letreros publicitarios que en un primer momento fueron pintados a mano – verdaderas obras de arte- con clásicas marcas que con el paso del tiempo se hicieron grandes empresas. Al recrear todo este ambiente uno llega a pensar que la competencia entre comerciantes es cosa más de nuestros días y que en ese “antes todo era mejor” de nuestros abuelos, no existía con tanta frecuencia este absurdo de competencia desmedida. Pero parece que no, ya que Don Sanchez nos contó que su madre tuvo que lidiar con continuas denuncias del dueño del otro almacén del pueblo, un turco que acusaba de que en este local se vendía grapa y anisado, bebidas prohibidas en la época. 



Así como llegaban denuncias llegaban inspectores que una y otra vez revisaban al dedillo la propiedad, llevándose la cara larga al nunca encontrar nada. Parece que el Turco mentía o parece que a los inspectores nunca se les ocurrió buscar grapa bajo el pestilente gallinero o tener la suerte de encontrar, en la esquina del secadero de frutas, una contratapa secreta, que aún hoy guarda el aroma del anís, varios secretos y el calor de una charla de amigos compartiendo una buena copa...



No hay comentarios :

Publicar un comentario